Nos hemos acostumbrado en España a que cada nuevo Presidente de Gobierno nombre a sus ministros y éstos, a su vez, al resto de altos cargos. Significa que en pocas semanas se eligen a unas 300 personas –varios miles si añadimos las CCAA y Ayuntamientos- para gestionar muchos de los puestos más importantes del sector público. Teniendo en cuenta la enorme incidencia de dicho sector sobre la actividad del país, sorprende la naturalidad con que se acepta esta práctica.

¿Se busca a los mejores para esos puestos? Si fuera así, ¿por qué se destituye a todos los que había? ¿Acaso todos lo estaban haciendo mal? ¿Es que todos los nuevos son mejores que los anteriores?

La respuesta típica es que un ministro debe rodearse de su equipo para definir y aplicar sus políticas, que lógicamente serán distintas de las de su antecesor. Sin embargo, al tratarse de organismos o empresas que en su mayoría tienen un carácter bastante técnico, las políticas que pueda querer impulsar el nuevo Gobierno apenas van a diferir de las que ya se venían aplicando. Se dice también que es una cuestión de afinidad política y de lealtad personal. A fin de cuentas quienes han trabajado con otro ministro y, en definitiva, con un Gobierno de otro partido, no pueden adaptarse al cambio. Yo discrepo de que eso sea así en general. Es cierto que, si se intentara una cierta continuidad, al principio se requeriría un periodo de prueba. Tras él se evidenciaría la conveniencia del relevo en unos casos y en otros no. Tengamos en cuenta que muchos de esos altos cargos son funcionarios o técnicos que, antes de que fueran nombrados para esas funciones, estaban trabajando en otros puestos de menor rango pero de alto nivel y en ellos se adaptaron perfectamente a trabajar con responsables políticos de distinto signo, por lo que cabe suponer que también serían capaces de hacerlo en los puestos que ahora desempeñan.

Es verdad que algunos de esos puestos, sobre todo los que configuran el círculo más estrecho de colaboradores del Ministro, deben ser cubiertos por personas de su estricta confianza política. Son aquellos que le ayudarán a darle a su gestión el perfil político que requiere. Frente al Parlamento, a los medios de comunicación o, incluso, frente al propio partido del Gobierno. Son también los que, en pura lógica, deberían ayudarle a traducir el programa del partido en acción de Gobierno. Pero esos son una minoría frente al conjunto de los altos cargos que se nombran.

En todo caso, con los hábitos políticos de nuestro país parece normal que se busque y se nombre a toda velocidad a las personas que van a dirigir las áreas claves. Primero se las busca entre los afines, ya sea por lazos políticos o personales, y cuando no las encuentran ahí se las recluta entre los técnicos; y como esta fue la manera de decidir los nombramientos en el Gobierno anterior, ese pecado de origen sirve para justificar su rápida destitución. Sin embargo, en algún momento habrá que cortar con este círculo vicioso para empezar a hacer las cosas bien. Y no es tan difícil. Viendo cómo resuelven este tipo de situaciones en otros países y en el sector privado, no parece que haya que inventar nada. Eso sí, si queremos que sean los mejores los que ocupen esos puestos habría que hacer algunos cambios en nuestro sistema de funcionamiento.

Para empezar habría que distinguir los puestos que son esencialmente políticos de los restantes. Para los de este segundo grupo, que es al que me voy a referir, habría que buscar a los candidatos tanto en el sector público como en el privado. Cierto que hay magníficos profesionales en el sector público, de eso doy fe, pero es un error pensar que los mejores solo están ahí. Cuando, por ejemplo, muchos altos cargos de la Administración van a tener que decidir sobre cuestiones claves en importantes sectores del país, incorporar a personas con experiencia en esos sectores sería de gran utilidad. Para ello hay que mejorar notablemente las retribuciones que se ofrecen, sobre todo en la Administración. No es necesario igualarlas a las del sector privado pero es obvio que, cuanto menores sean los sueldos, más difícil será traerse gente buena de ese sector. Máxime si queremos a los mejores.

Para el proceso de selección del candidato idóneo, habría que definir qué perfil es el adecuado y cuáles las líneas maestras de la gestión que se le va a pedir. Tras ello, habría que convocar un concurso público, que una comisión profesional evaluara a los candidatos y, si se quiere, le presentara una terna al Ministro para que eligiera. Un proceso así podría incluso ser reforzado contratando a empresas especializadas para buscar buenos candidatos, que en cualquier caso se sumarían al proceso descrito. Tras seleccionar al más idóneo, se le haría un contrato por cinco o seis años, prorrogables. Ese contrato debería incluir la previsión de una indemnización para el supuesto de que el Ministro decidiera despedirlo antes de finalizar su mandato. Para evitar que el despido fuera demasiado fácil, y acabara convirtiéndose en un simple trámite, esa indemnización debería ser suficientemente elevada como para disuadir a cualquier Ministro de usar frívolamente esa posibilidad. El contrato también debería incluir las incompatibilidades a las que se tendría que sujetar esa persona. Durante el ejercicio de su cargo y, tras su salida, por ejemplo durante un par de años.

Hay que decir, no obstante, que aunque este procedimiento pudiera servir para elegir a los mejores en muchos de los altos cargos del sector público, desde luego no vale para elegir a la cúpula del Gobierno. Para eso está el método típico de una democracia: el Presidente del Gobierno es elegido en las urnas, y éste elige a sus ministros. Y me parece bien que sea así. Cuestión distinta es si se pueden introducir cambios en el sistema político que permitiesen disponer de más y mejores candidatos para elegir a dicho Presidente. Para intentar tener al mejor.

 

7 comentarios

7 Respuestas a “¿GOBIERNO DE LOS MEJORES O SÓLO DE LOS AFINES?”

  1. José María Bravo dice:

    Lo relevante del articulo de MB es la importancia de gerenciar bien «la cosa publica». Es un paso adelante, es un paso objetivo, creo yo, del todo deseable. El asunto es como abordarlo y aquí esta el dilema. Poner, en las Jefaturas de Gobierno, a buenos gestores?. Pero gestores de que?. MB toca las dos vertientes del asunto. La dirigencia política y la técnica. Es difícil delimitar esas funciones. En un estado moderno,el político maneja una estructura «técnica» y el técnico utiliza una herramienta «poltizada».

    En la parte política, creo yo, hay una personalización excesiva y el electoralismo tiene el vicio de la cuota burocrática que conlleva la dádiva de un buen puesto en la Administración. Se cambian de funcionarios en los cambios de gobierno. Tampoco eso resulta, esencialmente,dramático porque ,en realidad,la estructura técnica o institucional tiene un peso histórico e instrumental enorme. El día a día esta sujeto a directrices internas y externas a las que debe su permanencia, lo que que se llama Estado de Derecho. Quiero decir que el mecanismo diario de su mantenimiento es muy complejo y se rige por la realidad económica, social, etc.

    Un presidente de gobierno y sus ministros, hoy en , son unos funcionarios más, unos administradores más. Los políticos en, las llamadas épocas de paz, son poco relevantes, incluso denostados, por eso su brillo es apenas propagandistico. Su labor, si se quiere llamar política, es de ajuste a la realidades económicas y su proyección social. Es un trabajo esencialmente»técnico».

    El asunto clave, es que la democracia actual se basa más en la seguridad que en la libertad. Es, en realidad,un Estado judicial protegido por los cuerpos de seguridad. Es un Estado basado en su permanencia no en su transformación.

  2. yes we can dice:

    Cabría redondear el planteamiento, y preguntarse si cabría objetivar las razones por las que se cesa a un cargo público. Sería una clara mejora del sistema que los cargos públicos cesaran por incumplimiento de objetivos que estuvieran previamente identificados. Que los políticos fueran por tanto así «responsables» no sólo nominalmente. Incluso para el ciudadano aportaría una gran transparencia saber qué es lo que debiera esperar acerca de la gestión pública.

    Otro ámbito próximo para el control del político reside en el control parlamentario del gobierno», consistente en unas comparecencias semanales, o la formulación y contestación de preguntas escritas o interpelaciones al Gobierno. Esta heramienta, con un enorme potencial para el control del cumplimiento de objetivos es un mecanismo desvirtuado, dondelos señores diputados plantean los temas como en un tiroreo, para gloria de sus partidos y para descrétido del gobierno. Una clara mejora del control al gobierno pasaría por objetivar los indicadores que permiten valorar la gestión de la cosa pública.y por emplear dichas sesiones de forma constructiva para vigilar el avance en la consecuciónd e dichos objetivos.

  3. Rafa dice:

    Parece evidente que un individuo que por su capacidad humana y profesional contribuya de manera muy positiva al desarrollo de la actividad política y social del marco en el que se desenvuelve, no debería estar limitado por un periodo electoral determinado, y de esto hay multitud de ejemplos, en los que todos nos hemos preguntado, y lamentado el hecho de que determinados políticos reconocidos por una mayoría, por su gran valía, no hubieran continuado en la vida pública, ejerciendo su actividad.
    Este hecho induce a la reflexión de si la sociedad se puede permitir desperdiciar a los pocos seres que se evidencia tienen carisma suficiente para contribuir al desarrollo social y por tanto al del individuo como tal.

    En un tiempo que promete ser dificil habría que recordar la reflexión de un gran pensador que manifestó.
    » La sociedad perfecta, sería aquella que más contribuyera a la perfección del individuo, la perfección del individuo sería incompleta si no ayuda a alcanzar el estado perfecto del agragado social al que pertenece».

    Pero si encontramos a alguno de estos individuos de vez en cuando, parece incongruente que el político de turno limite esa aportación a 4 años, pues es evidente que el bién que puede hacernos trasciende con mucho, incluso el de las filiaciones políticas.

  4. Manuel Bautista dice:

    Suscribo todo el planteamiento de Rafa. He conocido a personas de gran valía, nombradas en uno u otro periodo político, que son cesadas sin razón cuando todo el mundo sabía que lo estaban haciendo muy bien. Aunque la sociedad no se entere, este tipo de hechos contribuyen a descapitalizar al país.
    En este sentido, sería muy útil el paso que sugiere «yes we can», con quien también coincido. Definir los objetivos que deben alcanzarse en cada período,para cada cargo público, y los indicadores que permitiesen evaluar la marcha hacia su cumplimiento, sería un gran paso en la modernización de la gestión pública. Y de la calidad democrática. Porque es verdad que permitiría que el control parlamentario al Gobierno fuese mucho más serio y riguroso. Además, sería perfectamente realizable. Llevaría algo de tiempo concretar qué objetivos son los que, de verdad, deben concentrar la gestión de un organismo, pero se podría hacer. No sería tan fácil como en una empresa, donde todo al final se reduce a concretar las variaciones que deben conseguirse en los resultados económicos. Pero en un organismo de la Administración también se podría y debería hacer.
    Ello contribuiría a que los ceses estuvieran seriamente justificados.
    La fórmula que he propuesto en mi artículo, del contrato por un número de años superior a la legislatura, pero prorrogable si la gestión es buena, se vería reforzada con esta definición de objetivos.
    Hay un problema, apuntado por José Mª Bravo, de confusión entre lo que es un político y un gestor público. Se llama político a todo el que es nombrado por el Gobierno, cuando muy a menudo son gestores que aceptan colaborar en la modernización de un área de lo público, sin que ello implique necesariamente haber votado al partido del Gobierno. A diferencia del funcionario, que debe ser bastante estable (aunque también esto tiene sus matices), y del político «puro», sujeto a los ritmos electorales, el directivo o cargo público requeriría un estatus diferenciado.

  5. Bermeral dice:

    Se habla mucho en estos días de que el gobierno ha cambiado en cuanto a su política antiterrorista, más o menos que se está echando atrás de lo que prometió y llevaba en su programa; no lo sé, aunque creo que habría que estar (y el común de la ciudadanía no lo estamos) en entresijos y “secretos” que tal vez dieran una explicación a formas de proceder que, al ojo del profano, resultan desconcertantes.
    No menos desconcertante resulta — por eso coloco estas líneas aquí, en “gobierno de los mejores o sólo de los afines” — el calor y respeto con que se acogen las declaraciones de Toñi Santiago cuando dice (no tal vez en palabras que yo repita literalmente, pero sí de forma casi exacta) “voté al partido popular exclusivamente por su política antiterrorista, ahora me siento traicionada”.
    Todo mi respeto para el dolor de esta mujer, y todo mi desprecio por todos los terroristas, pero…
    A ver si soy capaz de explicarme. Sin los propios sentimientos, y la propia apreciación y percepción de las cosas no es posible vivir; pero si la visceralidad, por muy justificada que esté y por mucho que se pueda uno compadecer de ella o con ella, es lo que determina nuestras decisiones y nuestras conductas, a mí me parece que vamos muy mal porque, me pregunto, si esta misma persona, esta misma madre que perdió a su hija en un atentado terrorista no hubiera tenido la mala suerte de estar allí donde el atentado ocurría, si no hubiera sido víctima, ¿cuál hubiera sido su criterio a la hora de ir a depositar su voto?, ¿a qué partido habría dado su voto?, ¿estaría del lado de las víctimas y del de los absolutamente convencidos de que con ETA hay que acabar aunque no hayamos sido directamente afectados; o estaría del lado de los que entienden que hay que hablar, dialogar y pasar página?
    No estoy presuponiendo nada, sólo me hago preguntas.
    Si estoy convencida de que votar con las tripas es un grandísimo error y con independencia de qué fin se persiga, y por muy encomiable que el fin que se persigue sea.

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