Suponiendo que todo le haya ido bien y que no haya repetido ningún curso, un licenciado universitario ha tenido que superar, aproximadamente, entre 600 y 800 exámenes a lo largo de su historia académica. Desde los nueve años, o incluso antes, ha tenido que demostrar periódicamente su cualificación o valía.

En la mayoría de los casos, incluso en las enseñanzas universitarias, aprobar el examen consistió en trasladar datos e informaciones de un soporte a otro (de los apuntes o el libro de texto a los folios del examen) empleando la memoria como recipiente. El mayor o menor éxito de la operación residía en la capacidad de la memoria, el tiempo necesario para llenarla y la mayor o menor habilidad para recuperar lo que habíamos guardado en ella. Terminado el examen, una vez cumplida su función, la memoria se vaciaba para que pudiera almacenar otra cosa.

Así, sin haber leído a Quevedo, fui capaz de enumerar, con éxito, las principales características de la lírica barroca. De forma similar, memorizando y reproduciendo sin llegar del todo a comprender, dejé atrás las ecuaciones, la formulación y las declinaciones latinas.

Imagino que la mayoría de los que hemos pasado por la escuela hemos tenido una experiencia similar; por eso no deja de sorprenderme que le otorguemos tanta credibilidad a este tipo de pruebas, asumiendo que existe una relación directa entre la nota que se obtiene en un examen y la cantidad de conocimientos que se poseen. Y basta un ejemplo: obtener el certificado de aptitud pedagógica y aprobar una oposición no garantiza que se tengan dotes para la docencia, ni siquiera proporciona la certeza de que se domine un temario. Todos conocemos algún ejemplo de una circunstancia o de la otra. Y lo mismo podría decirse de muchas otras profesiones y oficios.

Las pruebas de aptitud o de madurez son un invento antiguo y hubo un tiempo que el superarlas suponía una garantía de que se poseían ciertas habilidades o conocimientos. Esto es lo que sucedía, por ejemplo, en la prueba de habilidad que debía superar todo oficial para alcanzar el grado de maestría; además de pagar las tasas correspondientes y disponer del capital necesario para establecerse por su cuenta. Hoy en día, cuando todo se pretende institucionalizar, aprobar los exámenes necesarios para obtener un título no garantiza en absoluto que se tengan las destrezas que dicho título avala. Al aislar lo aprendido de la realidad en la que debe aplicarse, al resolver situaciones ficticias en vez de problemas auténticos, se fabrican muchos ingenieros de salón y muy pocos mecánicos de élite.

Este es el resultado de parcelar el conocimiento desglosándolo en temas y asignaturas, en piezas prefabricadas cuyo dominio se mide por separado; empleando para ello útiles y unidades de medida normalizadas. Los útiles son los exámenes y las unidades el número de respuestas acertadas. Y este número presuntamente indica la cantidad de saber que se posee, la parcela del currículo que se domina. Ello permite, además, comparar los resultados y colocar a cada cual en su casilla, de forma que todos ocupen el lugar que les corresponde.

Por eso se utilizan tanto, porque es un sistema muy simple que todos entienden y en el que se dispone de pruebas documentales que permiten defenderse, en el caso de que alguien cuestione nuestra valoración. Es un sistema cómodo, que simplifica enormemente la emisión de un juicio, primando su resultado sobre otro tipo de consideraciones, como el empeño y la dedicación puestos en el aprendizaje o el interés o la pertinencia que, para el aprendiz, tenía lo aprendido. Es un sistema que facilita enormemente el funcionamiento de la escuela como institución, en tanto que evita la posible dispersión y, sobre todo, la complejidad a la que conduce respetar el ritmo y el proceso de aprendizaje de cada uno y alimentarlo en consecuencia.

Sin entrar a cuestionar la necesidad o no de los exámenes, lo cierto es que se utilizan en exceso y se utilizan mal, causando más perjuicios que beneficios. Porque no es lo mismo estudiar para aprobar un examen que estudiar para aprender; las intenciones, las actitudes y los métodos empleados son muy distintos en uno y otro caso, y lo que se consigue también.

En la práctica diaria, cada maestro debería reflexionar hasta qué punto necesita hacerlos para constatar el progreso de cada alumno. En muchos casos, los grupos son lo suficientemente reducidos como para que esto no sea necesario y el examen se plantea más para tener una prueba material que justifique una nota ante una posible reclamación que para diagnosticar los saberes adquiridos.

Si hay que hacer exámenes, que sean pocos y estén bien planteados, que no requieran memorización sino aplicación de lo que se sabe; que no sean la única ni la principal forma de juzgar. Es más, si fuera posible, que sea el alumno el que decida cuándo quiere examinarse, cuándo considera que está preparado para demostrar que sabe resolver aquello que le piden.

Esto supondría otra forma de organización, una que rompiera el actual sistema de edades y cursos y permitiera que cada alumno dedicara a cada aprendizaje el tiempo que necesitara. Una organización en la que los expedientes académicos no consistieran en una relación numérica de los supuestos éxitos o fracasos conseguidos en cada asignatura, sino en una descripción de los progresos que se han ido realizando. Y estos progresos, por supuesto, serían distintos para cada persona. Una organización en la que no tuvieran sentido las repeticiones de curso, ya que la meta final, el recorrido para llegar a ella y el tiempo para alcanzarla no estarían prefijados.

Se podría argumentar que, con los criterios y la forma de funcionar actuales, en la que más diversidad supone la contratación de más profesorado y más especialistas para atenderla, esta organización sería carísima, un lujo que un Estado no se podría permitir, tanto por el coste como por el tiempo que habría que emplear para fabricar el mismo número y tipo de titulados. Y es verdad, y lo seguirá siendo mientras que la educación se considere una inversión y la escuela se conciba como una institución que vende un servicio, mientras se considere que tiene el monopolio de planificar y certificar lo que es necesario saber.

11 comentarios

11 Respuestas a “EXÁMENES”

  1. Irene Espelosín dice:

    Cuando suspendí el examen de preuniversitario (el de entonces…) abandoné los estudios porque, entre otras razones que no vienen al caso, no podía soportar el presentarme a los exámenes. No es que me pusiera nerviosa, es que me sentía humillada; puede parecer ridículo pero me resultaba insufrible que otros valorasen, así, en limpio y de forma totalmente aséptica, lo que había sido mi esfuerzo, un esfuerzo que nada más yo podía saber si había sido de mucho o de poco. Diez años después y tratando de vencer esa aversión aprobé el curso de acceso (de entonces, también) a la universidad, me matriculé en Geografía e Historia y… volví a abandonar a los tres meses.
    Creo que entiendo el planteamiento de Enrique, pero, y a ver si soy breve que me alargo siempre mucho, entiendo también que tiene que haber, guste o no (en mi caso concreto el rumbo de mi vida pudo ser otro y no lo fue sólo porque no “gustó”), un criterio externo que coloque un listón a una altura. De no ser así un chiquito, o chiquita, puede aparecer un día en la universidad exponiendo muy serio que viene a aprender a ser ingeniero/a aeronáutico/a (perdonad esta forma mía de escribir, pero si pretendo expresarme con absoluta seriedad me atasco) y, bueno… ¿qué hay que hacer con la criatura?, ¿decirle siéntate ahí y, hala?
    Tendrá que haber alguien que mida con algún tipo de baremo si esa persona está capacitada o no para lo que quiere estudiar. Y tras una “investigación” — que podría ser, Enrique, todo lo distinta y todo lo más acertada que tú quieras y absolutamente novedosa y diferente de los pasos que en la actualidad se siguen para ver si se está teniendo o no esa capacidad — nos podemos (no sé por qué digo “nos”) encontrar con que sí, el chico reúne todas las condiciones para hacer unos aviones estupendísimos, pero, oh disgusto, le faltan tantos conocimientos previos al respecto que “joven, vaya y fórmese un poquito, en esto y en lo otro; y cuando tenga esa base aquí lo estaremos esperando con los brazos abiertos”.
    Creo de verdad que es imposible e impensable. Creo también que quedan por descubrir infinidad de vías para acceder al conocimiento, pero que siempre tendrá que haber un examinador, y que el estudiante habrá ineludiblemente de pasar el trago o no trago de ser examinando.
    Me gusta muchísimo, Enrique, lo que escribes en estos artículos y cómo lo escribes; y siento un enorme respeto por las ideas que expresas, pero creo también que de alguna manera idealizas a las personas y parece como si no cuestionaras que “todo el mundo”, todo alumno, va a ser una persona enteramente responsable y crítica para consigo misma de modo que sepa discernir con absoluta honestidad, juzgarse a sí mismo, y dictaminar si realmente reúne las condiciones para aquello que quiere lograr, o si está dispuesto a hacer el esfuerzo de dotarse de ellas.
    P.D. Puedes regañarme un poco, e incluso un mucho, que no me va a molestar.

    1. Enrique Sánchez Ludeña dice:

      Se cuenta que en el frontón de la Academia de Platón estaba escrita la siguiente leyenda:

      NO ENTRE AQUÍ QUIEN NO SEPA GEOMETRÍA

      Pues eso.

  2. Iñigo Aranzasti Pardo dice:

    Irene al menos habra que intentar darle a la gente esos valores para comprobar que cada uno no es responsable de si mismo, comparto enteramente el articulo de Enrique y constato aunque mi area de formacion es la musica algo poco tangible, pero aseguro que en este area estamos sometidos a examenes constantes que son de lo mas subjetivo, y a ser musico se aprende tocando conciertos, uno mismo creo que puede encontrarse y desencontrarse con su profesion.

  3. Irene (otra vez) dice:

    Y el que entraba en la academia, Enrique, ¿dónde había aprendido que sabía geometría?, ¿quién le había informado de que la sabía?
    Iñigo, sí, hay muchas materias que se aprenden con la práctica, y cada individuo es muy dueño de evaluar por sí mismo su saber; pero si desea que ese saber sea su fuente de ingresos o su modo de vida tendrá que demostrar que es saber que se adecua a lo que demanda la sociedad en la que pretende desenvolverse.
    También puede elegir no ceñirse a ningún tipo de demanda; en tal caso tendrá que ampliar más y con sus propias fuerzas sus conocimientos, para saber vivir al margen de exigencias sin ser un marginado.

    1. Enrique Sánchez Ludeña dice:

      Irene: Si lees despacio el artículo, verás que no afirmo categóricamente que no tiene que haber exámenes, sino que deben concebirse de otra forma.
      Supongo que al que tenía la osadía de presentarse a la Academia de Atenas (una institución dedicada al conocimiento, no a expedir títulos) sin saber geometría, le pondrían rápidamente en su sitio.

  4. Irene (esa pesada) dice:

    Que sí, Enrique, y te aseguro que no es discutir por discutir, y que además estoy de acuerdo contigo; pero de cualquier modo, se concibieran de la forma que se concibieran, siempre habría que aceptar unos criterios que, ¿con qué criterios estarían establecidos los tales criterios?
    Es un poco como eso de «¿quién vigila al vigilante?».

  5. pitágoras dice:

    toda mi vida «intentando» aprender, 40 años «intentando» enseñar, mi teorema «los examenes son una tortura», demostrable.
    Gracias.

  6. Pedro dice:

    Por desgracia este modelo se encuentra tan arraigado en la sociedad que las propias familias de los alumnos exigen al profesorado la realización de exámenes. ¿Cómo van a saber si no lo que saben sus hijos? ¿Cómo van a evitar encontrarse con una «mala nota» al final del curso?

    Los propios alumnos (que tratan de adaptarse al absurdo sistema en el que viven) exigen la realización de estas pruebas, necesitan reafirmarse y saber que lo hacen bien, necesitan cumplir con las expectativas de su familia.

    Este sistema arraigado que todo el mundo entiende (pero nadie intenta analizar) se ha convertido en una lacra inamovible para el sistema educativo.

    -Aquí pone «buen trabajo», ¿eso es un 7 o un 8?-

    – Dice usted que mi hijo ayuda a sus compañeros y es muy apreciado en clase, que es sensible y cariñoso, que sabe escuchar a los demás y reconocer sus cualidades, pero. ¿qué nota va a sacar este trimestre?-

    Desgraciadamente, a pesar de existir alternativas probadas y reconocidas a este sistema, seguimos aplicándolo y seguimos retrocediendo.

    Durante unos pocos años se ofreció la posibilidad de hacer algo diferente a las escuelas: «No tiene sentido dar una calificación numérica en la educación Primaria, simplemente se debe indicar si el alumno progresa adecuadamente o necesita mejorar»

    – Oye, ¿tú cómo pones ahora las notas?
    – Muy fácil: el sobre es PA++, el notable PA+, el bien PA y el sufi PA-.
    – ¡Anda! ¡Que buena idea!

    Al poco tiempo teníamos de vuelta las calificaciones numéricas por aclamación popular. Pronto recuperaremos las revalidas de hace casi 50 años.

    ¿Volveremos también a castigar a los niños a copiar 200 veces?¿Volveremos a castigarles mirando a la pared?¿Volveremos a ridiculizarles delante de sus compañeros? …. ¡Uy! Pero si nunca hemos dejado de hacerlo.

    Hasta que no haya un rechazo popular hacia el sistema rancio que arrastramos, no habrá cambios, solo islas de coherencia y comprensión.

    Si eres educador (bien sea en el aula, en el hogar, en el parque o en el bar) siembra semillas de la discordia, quizá algún día florezcan.

  7. Francisco dice:

    El problema principal de la evaluación en el sistema educativo actual es que se centra en ideas y no en tareas. Los exámenes sólo permiten evaluar las ideas y abstracciones de que se ha dotado el alumno.
    Sin embargo cuando se contrata a alguien en el mundo laboral se pide competencia en el desempeño, no ideas. Se pide alguien que sepa hacer.
    Tal como se está evaluando actualmente es comparable a contratar un cocinero por su descripción escrita del bacalao al pil-pil.
    Contrataré a un cocinero por su experiencia y después de probar sus platos.

    El sistema educativo debía volcar toda su acción evaluativa en tareas ejecutadas de forma eficaz. Claro que, para eso, debería también volcar toda su acción didáctica en tareas ejecutadas, no en las insistentes clases magistrales.

    Otro sistema educativo es posible. Los docentes lo estamos haciendo.

    notevayasafinlandia.wordpress.com

    1. Enrique Sánchez Ludeña dice:

      Totalmente de acuerdo, Francisco.
      Gracias por tu comentario y gracias, también, por darnos a conocer tu blog.

  8. Jesús dice:

    Magnífico artículo, de verdad. Me ha encantado, mucho de lo que dices son cosas que lentamente me fui dando cuenta al reflexionar lo que estudiaba con el paso de años y años.

    Pero tú lo sintetizas y explicas muy bien. Gracias. Gracias de verdad 😀

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