Seguramente todos los años les parecen confusos a aquellos a los que les ha tocado vivirlos, pero para los que vivieron en el año 46 antes de Cristo, que se denominó en su momento “el último año de la confusión”, denominarlo así tenía cierta lógica: fue un año muy largo.

Los romanos, antes de esa fecha, tenían un calendario que era, cuanto menos, enrevesado: como casi todas las culturas antiguas empezaron con un calendario lunar, en su caso uno que dividía el año en diez meses, al que posteriormente añadieron otros dos, para dar lugar a un calendario de 355 días. Teniendo en cuenta que la Tierra tarda en girar alrededor del Sol algo más de 365 ciclos diurnos, es evidente que existía un desfase entre el año oficial y el año solar, desfase que los pontífices romanos corregían añadiendo un mes adicional cada uno o dos años, al que ponían y quitaban días siguiendo criterios políticos (no astronómicos: los pontífices romanos eran cargos públicos a los que podía interesar, por ejemplo, atrasar o adelantar una votación, cambiar el momento de licenciar una legión o de dar a los soldados su paga…). Esta situación se volvió insostenible, y en el año 46 antes de Cristo el jaleo había llegado a un punto en que el invierno era fechado en el otoño astronómico y Julio Cesar, que por aquél entonces acababa de derrotar a Pompeyo y era el hombre fuerte en Roma, decidió tomar una decisión que le sobreviviría mucho más que ninguna de sus conquistas militares o maniobras políticas: con la ayuda del matemático Sosígenes de Alejandría racionalizó el calendario, aún a costa de que ese año contase con 445 días, y desde el 44 a.C se instauraron los años de 365 días con años bisiestos (cada tres años primero y cada cuatro después).

El sistema impuesto por Cesar representaba una mejora significativa, pero con los años el ligero desfase que tenía este calendario respecto a los ritmos astronómicos acabó por convertirse en un problema serio para la Iglesia Católica, que tenía muchas dificultades para fijar la celebración de la Pascua y así, en 1582, el Papa Gregorio XIII instauró el calendario que ahora rige el mundo: el calendario Gregoriano, responsable de años de 365 días y de que cada cuatro años tengamos un día más (salvo los múltiplos de 100 que no lo tienen, con la excepción de los de 400, que sí. Lo olvidaba: cada 3.300 años hay que añadir un día más…).

Si a ti y a mí, en el siglo XXI, esto nos parece un jaleo, imagina a esos campesinos del siglo XVI a los que les dijeron el día 4 de octubre de 1582 que el día siguiente sería el 15 de octubre. El nuevo calendario se instauró de forma gradual, antes en los países en que la voz de Roma era más influyente, pero a medida que el nuevo calendario llegaba a muchas ciudades europeas las calles estallaron en revueltas, con multitudes protestando por lo que consideraban el robo de varios días de su vida -un inciso: se conmemora la muerte de Shakespeare y Cervantes la misma fecha, pero no murieron el mismo día, ya que en Inglaterra el 23 de abril de 1616 el calendario vigente aún era el Juliano y el Bardo británico murió en realidad el 3 de mayo. Otro efecto curioso es que Santa Teresa murió el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada 24 horas después, el 15 de octubre…

Ante la llegada de la Revolución Industrial, con todo el mundo más o menos de acuerdo con el tema de los calendarios, había que pasar al siguiente nivel: los horarios. Ahora nos parece de sentido común, pero la idea de una hora universal para todo el mundo -ligado al concepto de husos horarios- en su día fue algo revolucionario. El mediodía solar se define como el momento del día en que el Sol está en su punto más alto, y a partir de ahí, por convenio, se divide el día en 24 horas de 3.600 segundos; pero el día sidéreo es ligeramente diferente y, además, la hora depende de la longitud geográfica: en un mismo momento el Sol no está en su punto más alto en todos sitios, y los usuarios de los primeros ferrocarriles se encontraban con un auténtico lío cada vez que trataban de coger un tren, ya que las compañías fijaban los horarios en función de la hora local y un señor que saliese, por ejemplo, de Londres, tenía que poner en hora su reloj cuando llegase a Liverpool si no quería a arriesgarse perder el tren de vuelta.

Y fue por lo tanto un mundo de fábricas y ferrocarriles el gran impulsor de la idea de una hora universal: horarios comunes para un nuevo mundo.

Hace unos días, en toda Europa, se procedió al cambio de horario, pasando del horario de verano, que adelanta una hora respecto al solar (en España dos) al de invierno. Retrasamos una hora los relojes y, a no ser que seas un fanático de la juerga nocturna, el dueño de una discoteca o un agricultor, es muy probable que tu calidad de vida se haya visto deteriorada notablemente con la perdida de una hora de Sol, porque la vida que lleva la mayor parte de la gente no está sujeta a los ciclos naturales de amanecer y anochecer, sino a las artificiales horas de entrada y salida del trabajo o la escuela que nos hemos inventado.

Con unos horarios infernales y una salida del trabajo que en la mayor parte de las profesiones se adentra con solvencia en las horas postreras de la tarde, ahora que te han robado una hora de luz por las tardes es muy difícil que vayas a ver la luz del Sol hasta que dentro de unos meses volvamos a cambiar de hora los relojes, esta vez para para dejarnos vivir un poco más.

La hora sidérea no la puede tocar ningún legislador, pero la fijación de la hora legal condiciona nuestro día a día en gran medida: las actividades que podemos o no hacer, nuestra felicidad, al fin y al cabo… ¿Qué sentido tiene en las sociedades occidentales, en los trabajos dentro de oficinas o comercios, que el Estado adapte el horario para que las horas de luz se den mientras estas encerrado en tu cubículo detrás de un ordenador, o tras un mostrador? ¿No tendría más sentido que pudieras salir de día del trabajo, que pudieras dar un paseo o ver la cara de tus hijos con luz natural, en lugar de hacerlo de noche?

En una época de inventos revolucionarios y avances científicos asombrosos, a mí, personalmente, el invento de la bombilla, con el que Thomas Alva Edison nos regaló la luz eléctrica, me parece uno de los más revolucionarios: Edison liberó a la humanidad de la tiranía del Sol para muchas de sus actividades y hoy es absolutamente innecesario que alguien que entre a trabajar a una oficina o una fábrica lo haga con luz natural, máxime cuando la mayor parte de los puestos de trabajo están diseñados para funcionar con luz artificial. Sin embargo, la mayor parte de las actividades lúdicas o deportivas requieren de luz natural, luz que el cuerpo necesita, aunque solo sea para limitar las cadencias de vitamina D.

Los defensores del horario de invierno se ciñen a un argumentario de intereses económicos que, incluso en el caso de ser ciertos, son de un orden de magnitud ridículo (la mayoría de los estudios los sitúa en decenas o centenares de millones de euros; pagamos 46.000 millones para rescatar a las cajas, yo pagaría unos cuantos más por disfrutar de una hora más de luz todo el año). ¿Qué beneficio económico supone la “felicidad” que las horas de luz adicionales aportan a las personas?.

Ceñirnos al horario solar tendría sentido con unos horarios laborales que se asemejasen a los de nuestros ancestros, pero lo cierto es que hasta que no se fije por ley una hora de salida del trabajo, una sociedad como la española, donde el presentismo es lo que se exige y lo que se da, el horario de invierno nos condena a la mayoría a entrar en el trabajo vislumbrando la luz natural y a salir de la oficina o la universidad de noche.

Los horarios legales, como los calendarios, son fruto de un acuerdo, son una entelequia, un acto normativo, pero condicionan enormemente nuestras vidas; evidentemente, los seres humanos estamos condicionados por los ciclos de luz y por las estaciones, y en tanto seres humanos necesitamos ver la luz del Sol. ¡Naturalmente que los horarios de trabajo deben ser revisados, que se debe cambiar la cultura del presentismo por una cultura de la eficiencia y que se han de potenciar todas las medidas encaminadas a mejorar la conciliación familiar!, pero mientras estas medidas no se tomen, hacernos pasar las horas de luz encerrados en cubículos para dejarnos salir cuando el astro rey ha cedido su trono a las estrellas solo proporciona felicidad a los empresarios de la noche, que ven ampliado su reinado.

7 comentarios

7 Respuestas a “Horario de verano para siempre”

  1. Juan Laguna dice:

    Suscribo totalmente la «moción». No sólo por puro sentido común, sino por el incordio de tener que ajustar nuestros «bioritmos» al capricho de quien manda. Es como las señales de tráfico ¿quién es el responsable de indicar donde deben estar, qué deben indicar y los criterios que las sustentan? Alguien desconocido lo hizo, luego otros «alguien» se limitaron a dejar todo cómo está. Un saludo.

    1. EB dice:

      Juan, supongo que por la moción se refiere a la idea de Raúl de que por ley se establezca una hora de salida del trabajo. No veo por qué ajustar nuestros «bioritmos» al capricho del legislador (recuerde lo que pensamos sobre la capacidad y la integridad del «legislador»). Quizás sea mejor que el «legislador» establezca a qué hora todos nos tenemos que acostar y levantar.

      Respecto a su comparación con señales de tráfico recuerde que si bien los problemas pueden en teoría presentarse como problemas de coordinación pura, en la práctica son muy distintos porque la coordinación del tráfico es muy simple en comparación con la coordinación de las muchas actividades diarias de millones de personas distribuidas en áreas relativamente grandes. En la coordinación del tráfico buscamos las normas razonables para lograr determinados resultados. En la coordinación de las actividades humanas buscamos el menor número de normas para facilitar que cada uno pueda hacer su vida, no para lograr resultados.

      En cuanto a la evidencia sobre el mejor horario, me recuerda los miles de estudios sobre los beneficios y los costos de tomar café. En Chile, el «legislador» (tan poco capaz y tan poco íntegro como en el resto del mundo) siempre tiene una excusa para cambiar el horario que consiste en buscar un «experto» que le «justifique» lo que quiere.

      1. Juan Laguna dice:

        Desde luego asumo que es necesaria la coordinación de las actividades humanas, pero entiendo que eso es algo que cada uno hacemos sin necesidad de que nos «reglamenten» la vida. Tampoco creo que, cuando se hace como en el caso de las señales de tráfico, exista un criterio sólido sobre el que sustentar que, en un tramo de apenas 100 metros, deban reducirse o acelerarse las velocidades de los vehículos. Sobre eso habría mucho que hablar. Un cordial saludo.

      2. Loli dice:

        Desgraciadamente es posible que lo que ocurra es que, se asimila al ser humano con las señales de tráfico, y con todo aquello que tenga que ver con «resultados» ya predeterminados (inquietante es, además, muchas veces, pensar en los criterios con los que se han elaborado).

        Ni siquiera en los fórmulas de ordenar el tráfico, podemos estar seguros de que se utilizan «normas razonables», ahí tenemos, por ejemplo, rotondas imposibles en el mapa de nuestro país, solo para justificar «presupuestos dudosos», y «pelotazos más verosímiles», e inclusive semáforos de alternancias incompatibles con la seguridad vial.

        De la misma manera se intenta contemplar a la persona, como generador de «resultados», y no precisamente es esa la mejor manera de facilitarle desarrollarse y «hacer su vida».

        Horarios que, en contra de todo funcionamiento en favor sensorial, sensitivo , biológico…..favorece el «desquicie»….., y ni siquiera, como demuestran los tan «venerados resultados», sirven para mejorarlos.

        Quizás un mundo futuro, o no tanto, caiga en la cuenta de que la productividad, la eficacia de determinados actos a los que denominamos «trabajo», dependen de que la persona pueda desplegarse cada vez más en sus capacidades, que se encuentre con los medios que favorezcan ese despliegue, aunque ello suponga revisar el catálogo de «principios y necesidades» en los que debe basarse el «crecimiento», a su vez de toda una «sociedad»….»gobierno»….»nación».

        Es posible, a lo mejor, que ese posible despliegue, libre de encorsetamientos tan importantes como es el que restringe el funcionamiento biológico, y el tema del horario laboral, es uno de los más importantes, a mi entender, nos sorprenda con un aumento de responsabilidad y de credibilidad en ese «futurible ciudadano», que ha podido emprender un camino de autodescubrimiento, sin que, necesariamente, haya tenido que seguir unas «dudosas señales de tráfico»….previamente legisladas.

  2. Alicia dice:

    Fantaseo a veces qué sucedería si los humanos nos fuéramos volviendo, poco a poco tal vez, un poco más “zánganos”, lo que se ha llamado de toda la vida ser un vago o un irresponsable, pero, en mi idea o fantasía, no zánganos viviendo a costa del resto de la sociedad (que no lo fuese) sino… “desasidos”, se me ocurre la palabra desasidos, sin ataduras y fuera de la estabulación a que somete el aferrarse a certezas que, a fin de cuentas, están siempre en el aire si bien edulcorada con promesas de “y tendrás una casa, “tuya”, y vacaciones, y comprarás esto o lo otro; y un coche mejor para que ― el día que lo estrenes, por lo menos ― te sientas feliz en el atasco que te lleva camino del establo”.
    En este punto me atasco, he de reconocerlo y de admitir que de tal modo el PIB se iría al garete. Se iría al garete un PIB que… Estoy por parar de teclear y acudir a la puerta de mi vecina ― ama de casa competente ella, de las de toda la vida ― y tocar al timbre y preguntarle “¿tú sabes lo que es el PIB?”.
    Pero vivimos, aun cuando no lo sepamos, vigilados y amedrentados por esa especie de gran ojo invisible. El mundo entero es la casa de El Gran Hermano.
    ¿Y una “patá” a la puerta sin destrozos ni ira?

    1. EB dice:

      Si le interesa saber sobre PIB (= GDP en inglés por Gross Domestic Product), le recomiendo una columna corta y precisa publicada ayer

      http://www.econlib.org/library/Columns/y2016/Murphygdp.html

  3. Alicia dice:

    Gracias E.B. Una idea más o menos general sí creo que la tengo, Producto Interior Bruto que entiendo viene a ser la riqueza de un país antes de descontar todo lo que debe o de algún modo no puede, o no debe o no debiera, contar con ello como suyo. Un algo así, me compongo yo en mi cabeza, como el sueldo bruto y el sueldo neto que figura en las nóminas.
    Y que puede que este símil que hago no esté bien razonado, ya que la parte del sueldo de la que no se va a disponer no llega a percibirse. Mejor comparación (o menos mala) sería tal vez el desfase que crea en cualquier economía el gastar más de lo que se ingresa y tener que recurrir a créditos.
    De cualquier modo me refería más a que todos, ignorantes o instruidos, vivimos amarrados de una misma rueda que gira aun a nuestro pesar y sin pensarnos.
    Mi inglés no es rotundamente nulo, pero sí muy elemental; intentaré no obstante leerlo y enterarme lo mejor que pueda.
    Gracias de nuevo.

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