Un bebedor es alguien que bebe pero un comedor no es alguien que come, sino el lugar donde se come; porque el que come es un comensal o un comilón, según las circunstancias. Dejándonos llevar por la lógica del lenguaje, los comedores deberían llamarse comederos, pero esto solo vale para los animales y no es adecuado para las personas. Así es como se van tergiversando las palabras y como el lenguaje va poblándose de excepciones.
Por ejemplo, en el latín, magister, el que más, era lo contrario de minister, el que menos. El magister era el más sabio, hábil o capacitado, mientras que el minister, en consecuencia, era el que sabía menos, era menos diestro o tenía menos capacidad y, por lo tanto, debía ocuparse de lo menos importante. Pero algo ha sucedido a lo largo de la historia para que, ahora, el maestro esté sometido a los dictados del ministro y no a la inversa.
Hasta la Revolución Industrial, mientras que se mantuvo el sistema de gremios, la palabra maestro o maese se empleaba como tratamiento, para referirse a la persona que había alcanzado el grado más alto de conocimiento o de competencia en el oficio que desempeñaba. Y por eso podía dar lecciones de ello. También se utilizaba el tratamiento de magistrado y el de maestre, para indicar la jerarquía en ámbitos socialmente superiores al de los artesanos, como el derecho o la milicia.
Cada maestro tenía su taller, en el que llevaba a cabo sus obras y en el que enseñaba. Por poner un ejemplo, Leonardo da Vinci fue uno de los muchos aprendices que se formaron en el taller del maestro Verrocchio, lo mismo que Botticelli, Perugino y Lorenzo di Credi, en los tiempos de Lorenzo el Magnífico. Allí limpió pinceles, preparó colores, trabajó el cuero y el yeso, aprendió química, metalurgia, mecánica y carpintería; además de las técnicas de dibujo, pintura, grabado y escultura.
Todos los oficios se aprendían de esta manera. Y la maestría se demostraba haciendo una obra maestra; una creación que solo podía realizar un maestro. Había maestros curtidores, maestros canteros, maestros panaderos, maestros herreros… que eran los mejores en su trabajo y los únicos que podían abrir un taller propio, contratar trabajos y comercializar sus productos. No se podía ser maestro sin superar una prueba de maestría y sin que otros maestros lo permitieran. Así, de paso, se controlaba el número de personas que podían ejercer en cada ámbito.
La palabra oficio procede del latín opificium, que deriva de opificis, artesano, que se formó a su vez mediante la yuxtaposición de opus, obra, y facere, hacer. Solía emplearse para referirse a las ocupaciones de los artesanos y de todos aquellos que fabricaban algo con las manos, pero no valía para designar otras labores, como la de los médicos, los juristas o los sacerdotes. Estas ocupaciones, a las que, además de ciertos conocimientos especializados, se les suponía un componente de entrega y de vocación, no solo se ejercían sino que también se profesaban.
Pero una profesión es una declaración pública, la admisión de que se conoce o se cree en algo. La palabra procede del latín profiteri, que significa reconocer, manifestar o proclamar ante la gente. Se profesaba cuando se entraba en una orden religiosa, comprometiéndose a respetar sus reglas y a dedicarse por entero a ella; y también se profesaba al ejercer la medicina o la docencia en las universidades, dotando a estas profesiones de cierto aire místico.
Con el paso del tiempo, desde la Revolución Francesa y el comienzo de la Industrialización hasta nuestros días, la mayoría de los oficios se han transformado en profesiones, ejercidas por profesionales y enseñadas por profesores; que son aquellos profesionales que enseñan su profesión, aunque habitualmente no la ejerzan.
Esta transición, desde los oficios a las profesiones, todavía se está produciendo. Y todavía tiene sus contradicciones y refleja los valores que subyacen en ella. Por ejemplo, la distinción que todavía se hace entre la formación académica y la formación profesional, a pesar de que hay titulaciones profesionales de Grado Superior y todo técnico ha tenido obligatoriamente alguna formación académica, mientras que la mayoría de los académicos no la ha tenido técnica.
O la transición de las Escuelas de Magisterio a las Facultades de Formación del Profesorado y Educación, en las que sus graduados ya no reciben el apelativo de maestro sino el de profesor, el mismo que tienen aquellos que dan sus clases en Secundaria o en las universidades. Porque, socialmente, los maestros han estado, y están, menos considerados que los licenciados en Filosofía, Química o Historia que se dedican a la docencia, aunque unos y otros tuvieran la misma ocupación, enseñar, y la mayoría de ellos no fueran los más sabios o más diestros en su oficio.
Para que sea reconocida como tal, una profesión requiere de unos conocimientos específicos, el dominio de unas habilidades prácticas, un código ético o de servicio, una cierta vocación, una cierta autonomía y la existencia de una comunidad o colegio profesional que vele por sus intereses y evite el intrusismo. Y estos criterios son aplicables a la ocupación de enseñar, cuando esta se convierte en un medio de vida. Los profesores, por tanto, son los profesionales de la docencia.
Además de ciertos conocimientos sobre la materia que enseñan, tienen algunos rudimentos de pedagogía y psicología, emplean algunas técnicas, metodologías y lenguaje de oficio para programar, evaluar o desarrollar el currículo; tienen vocación, es decir, han elegido dedicarse a ello (aunque en muchos casos esta ha sido la única salida laboral que han podido encontrar para sus estudios); gozan de alguna autonomía, cada vez menos, en lo que hacen y cómo lo hacen y, finalmente, pertenecen a algún cuerpo o asociación de profesores o están inscritos en un colegio profesional (de Doctores y Licenciados, Psicólogos, Biólogos …) aunque no existe un colegio único, ni con la misma fuerza y atribuciones, como el Colegio de Médicos o el de Abogados.
Todo ello sin contar con los profesores de pilates, cerámica, chino mandarín o cualquier otra destreza que pueda aprenderse en una academia. Porque, llamamos profesor a cualquiera que enseña, que declara saber algo, y alumnos a todos los que intentan o se ven obligados a aprenderlo. Apenas se habla ya de maestros y discípulos, o de maestros y aprendices. Pero lo cierto es que los que se dedican a la docencia son cada vez más profesionales, pero tienen menos maestría, tienen menos que enseñar, que mostrar.
Y, volviendo al latín, amaestrar también deriva de magister.
Como ocurre con el desarrollo de muchas cosas, lo mejor del artículo esta en su final.
Con pequeña o, mejor decir, nula autonomía para cuestionar o modificar valores e ideales, al educador solo le queda la conformidad. Conformidad para seguir condicionando la inteligencia del alumno y forzarle a seguir un modelo social determinado a pesar de las muchas apariencias o cambios de métodos y sistemas educativos que puedan producirse.
Otra cosa sería pensar si con altos grados de esa autonomía, buena parte de los educadores que actualmente se dedican al oficio, serían capaces de ser algo diferente de meros fijadores de ideas o transmisores de información, que… lo dudo. Para todo hace falta algo de practica y, también…, mucho de capacitación.
Las responsabilidades de lo que tenemos, las tenemos todos.