
El 19 de agosto de 2013 Ángela Merkel realizó la primera visita de un jefe de Gobierno alemán al antiguo campo de concentración nazi de Dachau, junto a la ciudad del mismo nombre y a solo 16 km de Múnich. Poco después, en un acto de su campaña electoral, hacía esta reflexión: “el campo de concentración también estaba entonces a cuatro pasos de Dachau; el que quería, podía ver y oír” lo que pasaba con sus presos; “por eso es importante que no vuelva a suceder, que no volvamos a mirar a otro lado”.
Dachau fue el primer campo de concentración que construyeron los nazis. Inaugurado el 22 de marzo de 1933, a los dos meses de que Hitler llegara al poder, permaneció abierto doce años. Con motivo de su inauguración, Heinrich Himmler, por aquél entonces jefe de policía de Múnich, explicó públicamente para qué lo querían: para internar a todos los comunistas y socialdemócratas “que representan un peligro para el Estado”. Se calcula que allí murieron cerca de 40.000 personas, entre judíos y presos políticos. Aunque no se dispone del número exacto de campos de concentración y de exterminio, se habla de varios millares; por tanto, cabe suponer que la cifra de alemanes que actuaron como guardianes en esos campos ascendería a varios centenares de miles.
Uno de los muchos aspectos sobrecogedores que rodean al período nazi es que, entre tantos alemanes que convivieron día tras día con las atrocidades que allí se hicieron, no se conozca ningún caso de rebelión o al menos de negativa a colaborar con aquello. Tampoco parece que hubiera reacciones en contra de la población que tuvo conocimiento de aquellos hechos; y si pensamos en los familiares y amigos de todos esos guardianes, en los vecinos que vivían cerca de esos campos y hasta en los trabajadores que hicieron funcionar aquella gigantesca maquinaria logístico-administrativa de represión y exterminio, esa población tuvo que ser necesariamente muy numerosa. La pregunta, por tanto, no es baladí: ¿cómo fue posible que una de las sociedades más culta y civilizada de Europa se dejase arrastrar a esta situación, aceptando mansamente y sin ningún tipo de insumisión este tipo de hechos durante años?
En 1961 se celebró en Jerusalén el juicio contra el teniente coronel de las SS, Adolf Eichmann, encargado del transporte de los presos a los campos de concentración y de exterminio. Quizás fue el juicio más importante contra el nazismo después del de Núremberg. Para cubrirlo periodísticamente, la revista norteamericana The New Yorker envió a Hannah Arendt, filósofa judía de origen alemán que tuvo que huir a Estados Unidos perseguida por los nazis. La visión de esta ex sionista sobre el acusado levantó una auténtica polvareda. Según ella, Eichmann era un hombre como tantos, no el Satanás que sus acusadores trataron de pintar. Lo que más le llamó la atención es que “era realmente incapaz de pronunciar ni una sola palabra que no fuera un cliché”. “Su incapacidad para expresarse estaba vinculada estrechamente a su incapacidad para pensar”. En su opinión era un producto de la sociedad alemana de aquellos tiempos; una sociedad que “se había defendido ella también contra la realidad y contra los hechos con los mismos medios: la autointoxicación, la mentira, la estupidez”. Arendt tituló su reportaje como “Informe sobre la banalidad del mal” y asoció esa banalidad con la incapacidad para pensar por cuenta propia, utilizando la obediencia como pretexto para acomodar el pensamiento propio a la visión del poder dominante.
Obviamente, la situación actual de Europa dista muchísimo de la que dio lugar al régimen nazi; pero tampoco conviene echar en saco roto esa experiencia histórica. Cuando la señora Merkel afirma que “el que quería, podía ver y oír” lo que pasaba en el campo de Dachau y cuando recomienda “que no volvamos a mirar a otro lado”, lo que dice tiene mucha carga de profundidad; quizás más de lo que ella misma pretende. En realidad lo que está reclamando es un ejercicio de responsabilidad ciudadana. No está diciendo que sus compatriotas de entonces fueran culpables o inocentes en el sentido jurídico de estos términos; de hecho, se atuvieron a las leyes que había. Lo que subyace a sus palabras es que, más allá de lo que dijeran sus leyes y su Gobierno, su sentido de la responsabilidad individual les debía haber llevado a rebelarse contra aquello. Así de claro.
Sin embargo, en nuestra sociedad nos hemos sensibilizado tanto hacia los conceptos de inocencia y de culpabilidad que apenas nos hemos ocupado de clarificar el de responsabilidad. A ojos de todo el mundo la culpabilidad está clara: se incurre en ella cuando se infringe la ley, y se paga con multa o cárcel. La inocencia también está clara: es ese estado en el que te encuentras por defecto, mientras no se demuestre tu culpabilidad. El inocente, por tanto, no tiene que hacer nada: sólo cumplir las leyes. ¿Dónde queda el espacio para la responsabilidad? Pues en el código social de conducta que nos hemos ido articulando no queda muy claro. Si el ciudadano cumple escrupulosamente con las leyes y es, por tanto, un inocente perfecto, parece que se puede permitir el lujo de no hacerse responsable de nada. Socialmente lo que se le exige es que no sea culpable de infringir ninguna norma legal, así que centra toda su responsabilidad en no salirse del estado de inocencia. Si había que hacer algo más, pues que aprueben una ley que lo diga, y si no que le dejen en paz; esa parece la reflexión que ha ido calando en nuestra sociedad y así nos hemos ido adentrando en una hiperregulación de nuestra existencia. Muchos ciudadanos entienden que su responsabilidad fue transferida al Estado en una especie de acuerdo tácito, por el cual ellos cumplen las leyes que aquél aprueba y el Estado se hace cargo del resto.
¿A qué se refería entonces la señora Merkel? Pues muy sencillo: para empezar se supone que en una democracia el poder reside en el conjunto de los ciudadanos; lo cual significa que estos tienen, como mínimo, la responsabilidad de ejercer bien ese poder. Parte del mismo, que no todo, lo delegan en el Parlamento y en el Gobierno, con lo cual contraen la responsabilidad de comprobar que estas dos instituciones lo ejercen adecuadamente. Queda además otra parte del poder, que es todo aquel que los ciudadanos no delegan, que deben ejercer por sí mismos con la responsabilidad que ello conlleva. Pero más allá de que vivamos o no en una democracia, cualquier persona, por el hecho de haber nacido, tiene la doble responsabilidad de procurar su mejor desarrollo posible como persona y de hacer otro tanto con la sociedad que le rodea.
De las muchas cosas de las que nos deberíamos sentir responsables como ciudadanos, tanto Ángela Merkel como Hannah Arendt apuntan a una bien clara: la de pensar y analizar con criterio propio la realidad que nos rodea. Parece fácil pero fue precisamente la dejación de esa responsabilidad lo que, según ambas, creó el sustrato de docilidad social en el que pudo crecer el régimen nazi. La cuestión, sin embargo, no es nada sencilla. La responsabilidad de desarrollar un pensamiento propio de poco sirve si no genera un cambio de conducta, si no lleva a una acción distinta. Así pues, podría decirse que bajo el régimen nazi la gente prefirió no pensar por miedo a las consecuencias; y es cierto que ese miedo reduce mucho, si no la anula, nuestra predisposición al pensamiento crítico. Pero, ¿qué pasa cuando esta predisposición desaparece en una sociedad que teóricamente goza de plenas libertades?
En una sociedad como la actual, donde a la libertad de pensamiento y de opinión se une el mayor porcentaje de universitarios que ha habido nunca y donde la disponibilidad de unos medios de comunicación, como internet, permite a cualquiera ejercer esas libertades, la proliferación de ideas distintas y novedosas debería ser moneda corriente. Sin embargo, vemos que no es así: el triunfo de las redes sociales dedicadas al chismorreo o a contar banalidades parece que fomenta una tendencia a la elementalización y la superficialización del pensamiento. En vista de ello, parece obvio que, además de la dejación de responsabilidades que se está produciendo a niveles individuales hay también un fracaso del sistema educativo y de la propia democracia.
En el fondo subyace la cuestión de qué forma de pensamiento es la que convendría desarrollar. El pensamiento que tiende a alinearse con el de la mayoría y, sobre todo, con el que se promueve desde las instituciones en el poder, solo sirve para reforzar el orden ya establecido. Ese fue el que llevó a los alemanes a comportarse bajo el régimen nazi como lo hicieron. El que de verdad interesaría es el que lleva a cada persona a cuestionar con criterio y en profundidad las verdades que le llegan como incuestionables, sean desde la órbita política, la económica, la cultural, la científica, la religiosa, la moral o cualquier otra.
En cierto modo supone colocarse desde la perspectiva de que la realidad que nos rodea es enormemente compleja y que nuestros recursos intelectuales son todavía muy limitados como para creernos que esa realidad nos va a deparar ya pocas sorpresas. Deberíamos partir de la base de que es mucho lo que aún nos queda por descubrir y que, por tanto, lo que hoy nos parece lógico y conveniente, seguramente mañana nos parecerá manifiestamente insuficiente, tanto a nivel social y político como en cualquiera de los ámbitos en que nos situemos. Carece de sentido, por tanto, pretender perpetuar esquemas sociales, políticos o de cualquier otro tipo como si fueran verdades sagradas, cuando en cualquier momento nuevos descubrimientos científicos, logros tecnológicos, movimientos sociales o revoluciones culturales pueden echar por tierra sus fundamentos. Por el contrario, habría que apoyar la innovación y la producción de ideas nuevas en todas las áreas. Pero eso requiere un entorno social, no solo educativo, que promueva una forma de pensar rigurosa y profundamente crítica, insumisa e independiente, que reduzca al mínimo las verdades indiscutibles, que rechace el recurso a los clichés y estereotipos al uso, que intente explorar la complejidad de la realidad y, sobre todo, que venga acompañado del coraje necesario para defender públicamente esas nuevas ideas.
Sin eso la democracia no pasará de ser una caricatura de lo que realmente debería ser; algo que en cualquier momento, si las circunstancias vienen mal dadas, se puede venir abajo. En una sociedad en que la mayoría de las personas estuvieran acostumbradas a pensar de esta forma, sería prácticamente imposible que volviera a surgir un régimen político como el de la Alemania de 1933.
Felicidades Manuel por tu artículo que merece un debate amplio desde dos puntos de vista: la psicología de las masas sometidas a dependencia del poder establecido y el ejercicio de ingeniería social sobre ellas necesario para sentirse como en Fuenteovejuna (el nombre ya lo dice) un comportamiento de rebaño que diluye la responsbilidad (si la hubiere) en el colectivo social.
«Es lo que toca» se oye con una resignación cómoda ante cualquier posible rebeldía. Y se duerme tranquilio entendiendo que «todos» piensan y sienten igual. Es más, despreciando a quienes no son rebaño para asegurar su autoestima personal.
El rebaño no se rebela, acepta todo, incluso los daños que le pueden afectar…. ¿Ejemplos? A palas….
Uno solo de ellos: la imposición desde los que lo pastorean de todo tipo de impuestos como ese llamado «huella de carbono» en sus facturas o el setimiento de culpa por habernos «cargado» el planeta. Siguiendo esa misma línea de lo «malos» que somos, se requisa por vía de decreto los vehículos privados en forma caprichosa y aleatoria, sin ningún debate serio sobre la cuestión…. «Es lo que hay…..» se repite de nuevo. Se decreta por el TSJM la flagrante ilegalidad de todo lo realizado en este sentido institucionalmente (sin ningún resultado aparente) y la gente acepta que le hayan puesto multas ilegales, que le hagan «comulgar con las ruedas de molino» del mundo de la comunicación del régimen… «es lo que hay».
Un sistema totalitario (decía Huxley) no se funda en la coerción sobre los individuos, sino en que obedeciendo serán más felices…. ¿Suena un poco a lo que conocemos?.
El publicista americano Edward Bernays estableció: «la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas, es un elemento de eimportancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad, constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder…..» Escrito en 1920 es anterior a los movimientos totalitarios existentes de los que es su «catecismo».
Por eso y por desgracia, me quedo con tu último párrafo: «…la democracia no pasará de ser una caricatura de lo que realmente debía ser….» .
Nuestro amigo Manu Oquendo ha recordado muchas veces las muchas definiciones de la palabra «democracia» (por eso es una superchería).
«Que no te equivoquen» decía en una preciosa películo de Garci un cura de pueblo a su monaguillo…
Pues eso, que no nos equivoquen.
Un abrazo. .
Buenos días Don Manuel
¿Responsabilidad ante quien? Escribió Dostoievsli en los “Hermanos Karamazov”: Si Dios no existe, todo está permitido.
Y yo creo que dio en el clavo. Por mal que les pese a muchos, la secularización creciente desde el XIX de las sociedades occidentales está en la raíz de de mucho de los males del XX, y del propio XIX (el exterminio de los indígenas por los anglos, por ejemplo)
Lo que vemos que pasa ahora en Gaza y la corrupción moral de muchos de los que habitan Israel justificándolo me recuerdan mucho a épocas pasadas. O lo visto con el bicho, y la reacción “popular” al respecto, para quienes no comulgábamos con la doctrina oficial… O la incapacidad de pensar, respecto a Trump, que de la misma manera que se nos colonizó con el wokismo se nos quiere hacer tragar con a saber qué (en interés de a saber qué) desde ese mismo Trumpismo que es “bueno” porque por fin desde los buenos nos van a “proteger”, como si fuéramos débiles mentales incapaces de hacerlo por nosotros mismos. Me recuerda, para el caso español tanto la invasión napoleónica y esa estupefacción de los ilustrados, como 150 años después esa anuencia con los que nos traerían la democracia.
“Sea lo que sea esto, temo a los griegos incluso cuando traen regalos.” (La Eneida respecto al Caballo de Troya). Aplicable al wokismo antes y a Trump ahora (ambos Made in USA)
Volviendo a la responsabilidad de cada unos de nosotros ante situaciones como las derivadas del nazismo. Conviene leer un libro, que conocí a cuenta del “bicho” , «Aquellos hombres grises. El batallón 101 y la solución final en Polonia», de Christopher R. Browning. Dónde se nos relata la putrefacción moral que llevó a hacer cosas terribles a hombres comunes, pero dónde se detalla que algunos de ellos, de ése batallón, se negaron a colaborar y aunque pagaron un precio, no fueron tan severamente castigados cómo se supone.
O sea, obedecer al régimen no era algo absolutamente necesario, hubo quienes se resistieron. Lo que evidencia aún más a quienes no lo hicieron.
Un cordial saludo