
¿Sabías que el Tour de Francia y Frankenstein le deben su origen a un volcán?
El primero de forma indirecta, el segundo clarísimamente.
El Monte Tambora, en la isla de Sumbawa, era uno de los volcanes más activos del mundo (entonces y ahora) y llevaba dando señales de que algo gordo se estaba tramando en su interior desde hacía unos años; pero si en pleno siglo XXI, con toda nuestra tecnología, nos cuesta anticipar la voluntad de las fuerzas desatadas de la naturaleza y protegernos de su ira, imagínate como andaría la cosa a principios de la segunda década del siglo XIX: lo que pasaba en un volcán de una isla perdida de Indonesia no le importaba a nadie; y la verdad es que poco hubieran podido hacer incluso sabiendo lo que se venía encima…
Y lo que se avecinaba era la erupción volcánica más colosal de la historia, ya que la erupción de abril de 1815 de este volcán fue la más salvaje desde que se registran estas cosas: dicen que se escuchó a más de 3.000 kilómetros de distancia, que la ceniza llegó a depositarse a más de 600 kilómetros del volcán y que el tsunami que provocó arrasó las costas de todas las islas de alrededor. También cuentan que la ciudad de Tambora, como una nueva Pompeya, fue totalmente enterrada por las cenizas y se conserva tal y como estaba aquel aciago día.
Miles de personas murieron, pero las consecuencias de la erupción volcánica no se limitaron a Indonesia, ya que la columna pirotécnica eruptiva alcanzó las capas altas de la atmosfera y llegó a la estratosfera y las partículas más finas, lejos de caer a la superficie, permanecieron en suspensión durante años, dando lugar a increíbles atardeceres en todo el mundo cuando fueron arrastradas por los vientos.
Tener una atmosfera cubierta por una capa de cenizas puede hacer muy bonitas las puestas de Sol (como bien sabemos los habitantes de Madrid: nuestra ciudad tiene unos atardeceres invernales preciosos, gracias fundamentalmente a la boina de contaminación que nos acompaña gran parte del invierno) pero también se interpone entre nuestro amado Sol y su maravillosa luz y nosotros, hasta el punto que el año 1816 es conocido como “el año sin verano”.
El tiempo se volvió infernal: el verano fue más frío que el invierno en gran parte del mundo, se perdieron las cosechas, la nieve mezclada con cenizas caía en forma de barro de colores diversos, el hambre se extendió por Europa y, como no había grano para alimentar a los caballos, Karl Drais inventó la draisiana, predecesora de la bicicleta (por eso digo lo del origen volcánico del Tour…).
El frío y los atardeceres asombrosos hoy en día nos harían pensar que se acercan “Los Otros” y estaríamos todos atentos a ver por dónde salen los dragones, pero en aquellos tiempos, con otras referencias, la gente con escasos recursos tenía que limitarse a rezar; y los que sí los tenían, como Lord Byron y sus colegas, tenían que buscar otra forma de entretenerse.
Y aquí nace la leyenda: Mary Shelley, acompañada por su marido, hicieron una visita a su buen amigo Lord Byron, que estaba pasando el peculiar verano en una villa en Suiza. Aburridos ante las pocas posibilidades de diversión que el tiempo les permitía, Byron retó a la pareja y a su médico personal a crear en una noche un relato de terror.
Al día siguiente, de los cuatro, solo Polidori, el médico, había completado su relato, pero Mary Shelley había dado lugar a uno de los relatos más importantes de la historia moderna, en tanto en cuanto plantea preguntas que ahora están de rabiosa actualidad.
Hace solo unos días ocupó las portadas de algunos medios nacionales e internacionales una noticia de las que de verdad tienen impacto, de las que pueden cambiar para siempre cómo funciona esto, para bien o para mal, no como la mayoría de las cosas que hacen parecer importantes (como las independencias de terruños respecto a otros terruños).
Pues resulta que un tal He Jiankui hizo público, hace solo unos días, que había manipulado con éxito unos embriones humanos, utilizando técnicas de edición genética con el objeto de anular un gen que parece ser el punto de entrada del virus del VIH a las células que infecta. Según él, el padre estaba infectado y mediante esta técnica se inmuniza a las niñas: el experimento había funcionado y las niñas estarían bien…el problema es: ¿Dónde ponemos el límite?
Este señor ha roto una barrera, respondiendo por su propia iniciativa, un poco a la manera de Frankenstein, a preguntas para las que todavía no hay consenso en la comunidad científica, como, por ejemplo: ¿se deben utilizar técnicas no probadas aún para modificar aspectos esenciales del genoma de un ser humano? ¿y si “el remedio es peor que la enfermedad”, y los posibles efectos adversos –que pueden tardar años en verse– son peores que aquello para lo que buscamos remedio? Y, admitiendo que una técnica funcione, ¿qué se puede tratar y que no?
Así, a primera vista parece evidente que si, a través de un análisis genético, se detecta que un niño tiene una tendencia (o la evidencia) de una enfermedad, y si, a través de una técnica, se le puede evitar a ese niño un montón de problemas futuros, lo más lógico es curarle antes de que se presente el problema. El mantenimiento preventivo es el abc de la gestión de cualquier fábrica y Sun Tzu nos dejó muy claro hace muchos años que “la mejor forma de ganar es ganar sin luchar”; los problemas son, una vez más, los límites, que es donde pasan las cosas interesantes.
Es evidente que nadie en su sano juicio se opondría a que se curase a un niño de una dolencia cardiaca antes de nacer, por su felicidad y la de sus padres (incluso desde un punto de vista más utilitarista, por el dineral que la sociedad se puede acabar ahorrando), y es evidente que cualquier padre lo querría para sus hijos no natos, porque en la naturaleza humana está querer lo mejor para tus hijos.
Y es aquí donde empieza el problema: lo de “lo mejor para mis hijos es bastante flexible”. Está claro que para tus hijos es bueno no tener problemas cardiacos o estar inmunizado contra el VIH, pero hay otras cosas más discutibles que también son buenas para los niños: por ejemplo, en la sociedad occidental, los hombres altos ganan más que los hombres bajitos que, a su vez, ganan más que las mujeres (altas o bajas). Obviando la altura, ser atractivo/a da acceso a mejores empleos y no solo estamos hablando del fenotipo: por supuesto, la inteligencia es algo que facilita la vida (al menos dentro de unos límites).
¿Quién no querría dotar a sus hijos de las mejores cartas posibles de salida? La gente invierte fortunas en la educación de sus hijos: ¿Por qué no hacerles listos de fábrica? Y una vez allí: ¿Cuánto faltará para querer pasar los límites, para empezar a diseñar supersoldados, supercientificos o superabogados?
Y después: ¿Por qué no tratar de ser dioses?
Por primera vez en la historia, el ser humano puede influir en su propia evolución de un modo “tosco”, empezando a estar capacitado para buscar atajos en el camino hacia modos superiores de consciencia, en los que solo se habían aventurado santos y místicos.
Puede que nos encontremos en los albores de una era en la que, como Mickey Mouse en “Fantasía”, seamos aprendices de brujo desatando unos poderes que no podemos controlar.
Ya hemos desatado esos poderes incontrolables y les hemos dejado nuestras vidas en sus manos. Son las tecnologías orientadas a la captura de nuestras mentes, por programas de ingeniería social diseñados expresamente para ello. Quiero creer que nunca es tarde para reaccionar y rebelarse, pero somos muy pocos y escasamente avenidos, los que aún rechazamos las imposiciones de esos nuevos «dioses». Hace unas horas, una chica joven que buscaba inútilmente una calle de Madrid, me decía que «estaba desubicada» mientras contemplaba la pantalla de su móvil perpleja. La cuestión era muy simple: desconocía donde estaban los puntos cardinales. Es decir, desconocía lo que debería ser básico pero, además, no sabía que con preguntar a cualquiera, habría resuelto el asunto.
Es evidente que aquellos avances en el mundo de la investigación deben ser aplaudidos, pero también hay que contar con un período en que se puedan aplicar con seguridad y que, como dice el autor, no sea peor el remedio que la enfermedad. Conocer cómo se desarrollan las enfermedades es una cosa, pero mucho más importante es conocer la raíz en que se producen y evitarlas. Por ejemplo, no podemos quejarnos de las consecuencias de las radiaciones nocivas, si estamos todo el tiempo sometidos a ellas. Tampoco podemos hacerlo con respecto al VIH si caemos en la promiscuidad sexual indiscriminada. Querer mantener el origen del problema para a continuación tratar de anularlo, es parecido a «soplar y sorber» al mismo tiempo. Pero en eso estamos, creando nuevas enfermedades fruto del «progreso» (mal entendido) a las que luego intentamos poner remedio.
Ahora que en Madrid estamos sufriendo una política medioambiental estúpida (tanto por sus nulas consecuencias como por el daño a los derechos fundamentales de las personas) y arbitraria (ya que es una decisión personal ideológica equivocada), viene a cuento eso del «aprendiz de brujo» que menciona el autor. Parece que nadie se ha planteado las consecuencias para la salud que pueden tener las baterías eléctricas con que pretenden sustituir la combustión actual. Y, cuando estén agotadas, ¿qué sistema de reciclaje limpio vamos a utilizar? La prudencia y la cautela no parecen ser las virtudes de quien ha puesto en marcha tamaño despropósito.
Un saludo.