
Te pongo en antecedentes: la foto que encabeza este post corresponde a la cara sudoeste de El Capitán, visto desde el valle de Yosemite, en California. La verdad es que la foto no le hace justicia: parece una piedrecita sobresaliendo entre los árboles, cuando en realidad se trata de una de las grandes maravillas de la naturaleza; una pared vertical de puro granito de casi mil metros de altura que se eleva imponente sobre uno de los valles más hermosos del mundo; si pudieses poner uno sobre otro tres Empire State, alcanzarías por poco su cima, una cima hasta hace relativamente poco considerada imposible por sus caras más verticales.
Querría contarte la historia del primer ascenso a La Nose (su vía más mítica) en 1958 por un grupo encabezado por el legendario Warren Harding, que tardó 47 días en conquistar la ruta, o los sucesivos records de velocidad de alguno de los mejores escaladores del mundo (actualmente está en poco más de dos horas 19 minutos). Es más, me encantaría explayarme contándote alguna batalla de Alex Honnold (búscalo en YouTube y dime si no te sudan las manos cuando le ves escalar esas paredes increíbles en solo integral, es decir, sin cuerda ni medio alguno de aseguramiento), pero este blog no va de esas cosas, así que voy a utilizar la historia de uno de los personajes míticos de ese valle para introducir un tema sobre el que sí trata este blog: los límites de la libertad y qué pasa cuando esta choca con el ansia de orden que nos quieren imponer.
Mucho se ha escrito sobre las proezas que se llevaron a cabo en esta y otras paredes del valle, fundamentalmente por escaladores que pasaban su vida acampados en el famoso Campo 4, jóvenes que habían renunciado a un estilo de vida convencional de estudio en la universidad y trabajo en una oficina, para invertir su tiempo, sus energías y desarrollar su talento en una actividad tan hermosa como inútil: desafiar la gravedad para llegar a un sitio al que muchas veces se puede llegar andando.
Ir a Yosemite y no visitar este lugar es algo que cualquier amante de la historia de la escalada no puede permitirse. Por el Campo 4 pasaron algunos de los más talentosos escaladores del mundo, generaciones de jóvenes inadaptados que acampaban durante meses a los pies de las paredes de roca -en algunos casos, comportándose como auténticos vagabundos durante años y que luego terminaron fundando multinacionales como Patagonia o The North Face-, pero los que lo visitan ahora después de no haberlo pisado en unos años descubren que las cosas han cambiado: la ley y el orden están acabando con la épica.
En los últimos tiempos los escaladores del valle se han encontrado con un problema mucho más complicado que las aristas ingrávidas de La Nose: la regulación del Parque Nacional, que prohíbe acampar en el valle más de 30 días al año y más de 7 días seguidos en verano, lo que hace muy difícil para los que no tienen dinero (las reglas no son aplicables a los hoteles del interior del parque) preparar sus escaladas: no todo el mundo puede escalar La Nose en poco más de 2 horas -la media es cuatro o cinco días en la pared-, y menos aún sin unos cuantos días previos de aclimatación y entrenamiento.
En este escenario, los guardas del bosque, en su día gente a la que se pedía ser expertos en fauna y naturaleza y muchas veces con títulos en biología, ahora son armados con gafas de visión nocturna y tasers y entrenados en técnicas antidisturbios, para “dar caza” a los que se saltan esta y otras normativas tratando de vivir en contacto con la naturaleza; infractores que, dicho sea de paso, suele ser bastante más respetuosos con ella que los millones de turistas que viajan al valle cada año a hacerse selfies.
Quiero presentarte ahora a Chongo Chuck.
¿Estar toda tu vida adulta acampado en un valle precioso y que te obliguen a abandonarlo por un cambio de normativa?: esa es la historia de Chuck, que pasó más de 20 años al aire libre, comiendo lo que podía, durmiendo en oquedades entre las rocas y convirtiéndose en una especie de líder espiritual para generaciones de montañeros del valle. Pese a parecer un vagabundo (y comportarse como tal) ha escrito varios libros en los que liga, entre otras cosas, la escalada de grandes paredes con la física cuántica; tonto no es y, si quisiera, podría haber llevado otra vida. Muchos no pueden elegir, pero él eligió esta y durante algún tiempo pareció que podría seguir llevándola pese a las regulaciones, ya que durante meses le persiguieron, para sacarle del valle, incapaces de atraparle: un tío que se movía entre los arboles cargando cinco mochilas consiguió ocultarse durante meses de las autoridades del Parque Nacional, que llegaron a tener un dossier sobre él en el que lo describían como “un maestro de las técnicas de contra vigilancia: un súper espía, vamos.
Toda la policía, todos los guardabosques movilizados; mucho dinero público invertido para capturar y llevar a juicio a un señor cuyo único pecado era desafiar una norma que quería acabar con su estilo de vida; de hecho, cuando por fin lo capturaron, le echaron del valle y ahora se ve obligado a vivir en la capital del Estado, debajo de un puente…
Mi vida es muy distinta de la de ese señor, y me cuesta entender que en pleno siglo XXI alguien renuncie voluntariamente a cosas como el agua caliente o la calefacción; me cuesta concebir una vida sin el móvil y, si me quieres torturar, solo tienes que quitarme el Kindle, pero cuando vi el excelente documental Valley Upsising (sobre la historia de la escalada en Yosemite, en el que conocí la historia de Chongo Chuck), más que las hazañas de los montañeros a los que admiro me impactó el relato del afán de la sociedad por acabar con aquellos que prefieren no vivir según sus normas.
A estas alturas de siglo XXI nadie puede escapar de las normas, las reglas y la civilización y, aunque quisieras, hoy en día es imposible ser un eremita en ningún país civilizado; tienes que huir a una isla desierta si quieres estar tranquilo y, aun así, como demuestra el reciente caso del anciano japonés al que después de 30 años viviendo en una de ellas las autoridades le obligaron a ingresar en un hospital, te va a ser muy difícil pasar de la sociedad y de sus normas, por ridículas que te parezcan.
Tus libertades como individuo están condicionadas por las de los demás; esto es algo evidente para todo el mundo en la sociedad occidental de la segunda década del siglo XXI (no siempre ha sido así, al menos no para todos: cuéntale al señor feudal del siglo XIII donde acababa su libertad…), pero con tanta ley, norma y reglamento se nos acaba el espacio para casi cualquier tipo de libertad: no puedes fumar en bares (lo cual me parece muy bien, porque yo no fumo), ni aparcar la moto en la acera (lo que me parece una estupidez, porque tengo moto), tienes que llevar el cinturón de seguridad en el coche (eres idiota si no lo haces ¿pero por qué me obligas?) y está prohibido beber alcohol en la calle (salvo en fiestas patronales; aunque me da igual, porque no bebo). Todo son normas que nos guían en los aspectos más nimios de nuestras vidas, limitando cada vez más nuestra capacidad de decidir.
Pies de plomo: es lo que nos exige un esquema social en que aceptamos más y más directrices y regulaciones y en el que empieza a resultar difícil saber si te estas saltando alguna y donde dentro de poco las madres serán multadas si sus hijos osan bañarse antes de que pasen dos horas tras la última comida.
Siempre atentos a cada vez más normas.
Recuerdo que hasta hace dos días, como el que dice, se podía fumar dentro de las habitaciones de los hospitales.
Recuerdo cuando el inocuo medicamento Bio-Bac, lo recetaba la seguridad social, y más tarde, aún sabiendo que salvaba vidas, lo retiraron de la circulación con malas artes.
Recuerdo cuando alguien fallecía, estaba en su casa al menos 2 días. Ahora estamos deseando quitarnos el muerto de encima y lo largamos a la casa de los muertos.
Recuerdo cuando las basuras, las recogía un señor que iba en un carro tirado por mulas, toda la basura iba mezclada, ahí estaba el negocio del basurero. Llegaron a hacer grandes fortunas. Ahora quieren que reciclemos la basura nosotros sin ningún tipo de contraprestación.
Recuerdo cuando se podía conducir coches sin cinturón de inseguridad. Ahora, parece que conviene te quedes lisiado por el politraumatismo de costillas y o columna, por el impacto de frenado del cinturón de «seguridad».
Recuerdo cuando los abuelos iban a vivir con los hijos al no poder estos valerse por sí mismos. Ahora los enviamos a los asilos por que los viejos molestan.
Recuerdo cuando no teníamos teléfono en casa y había que ir a la cabina telefónica o a casa de algún vecino a llamar a alguien. Ahora, entramos en pánico si nos dejamos el móvil olvidado.
Recuerdo cuando una gripe se pasaba con calditos, algún febrífugo y reposo. Ahora se inventan mutaciones víricas imposibles, vacunas y medicamentos carísimos e inútiles.
Recuerdo cuando con un sueldo podía vivir una familia, abuelo incluido. Ahora tienen que trabajar dos y aún y así, no llegan a fin de mes.
Recuerdo que de niño, jugaba al “guá” con niños de todas las edades de los 5 a los 15 y a pesar de la diferencia de edad, no había ningún problema. Bueno, el único problema era que los mayores nos ganaban las bolas. De todas formas, molaba mucho tener amigos mayores. Ahora es imprescindible que estén todos repartidos por edades.
Os recuerdo, que recordéis, que estamos en este mundo para algo más que para aceptar sumisos e impotentes las absurdas leyes impuestas por los absurdos dirigentes que rigen esta absurda sociedad.
Gracias
PD: Este comentario, lo escribí hace pocos años, creo que a este artículo le viene al pelo, lo titule A bote pronto.
Cualquier iniciativa que tenga cierto apoyo, interés o seguimiento social, y se dé al margen del estado-poder, a este le produce miedo, quiere regularla, e integrarla con la mayor rapidez posible en el flujo de las corriente oficiales.
De esto, tenemos innumerables ejemplos, a parte de los que apunta ligur.
Corrientes musico-sociales como el rock, que nace desde el rhythm and blues y denota las luchas raciales de la época, acaba siendo descafeinado e integrado por el poder; igual le sucede al hippysmo, integrado sin un análisis de porque se produce, en una sociedad que en aquel momento perseguía otro tipo de valores.
No digamos ya con respecto a aspectos como La sanidad o La educación.
Normas como la prohibición de terapias alternativas a la «medicina oficial y estudios colegiados», incluyendo medicinas de culturas que llevan miles de años de práctica médica, son aprobadas o generalmente no, y miradas con recelo por legisladores que determinan si estas prácticas curan o no curan.
Por parte de los ministerios de educación, se potencia el conocimiento de idiomas extranjeros (generalmente el inglés), y se permite sin embargo el deterioro permanente de la lengua vernácula, obviando que cada vez se cometen mas faltas de ortografía, desconocimiento de figuras gramaticales, semánticas, ritmos de las palabras, con lo que esto supone para la castración de un lenguaje, que a mi entender es importantísimo para la formación del individuo, y como hecho cultural (generador de ideas ).
En fín, que el estado parece que pretende regular cualquier actividad que surja al margen o en contra del poder que detenta, seguir indicándonos que tenemos que hacer y como, para poder seguir manteniéndonos en una situación de eterna adolescencia.
Un abrazo
Estamos en Orwell y su ficción (o pronóstico) de «1984». Una sociedad infantilizada, ignorante (más allá de las «apps») y cómoda (o resignada). Se lo hemos puesto así de fácil a los «poderes constituídos» para que nos regulen en todas las formas. Nos consideran manipulables, sometidos y, sobre todo, irresponsables, tanto personal como profesionalmente. ¿De donde han salido los llamados «protocolos» de todo tipo? De la idea de tutela que es necesaria sobre quien no tiene conocimientos y, por tanto, iniciativa personal o profesional. El problema es que, quien los redacta, muchas veces carece también de experiencia o formación suficiente para que sean correctos. ¿Qué se hace entonces? Se los «sacraliza» desde los poderes y la supuesta responsabilidad se diluye entre todos ellos. ¡Se cumplieron los procotolos……! y ya está todo resuelto. En todo caso se dirá que conviene revisarlos.
Las normas y regulaciones vienen también a justificar el trabajo de esa clase política o corporativa elitista que cobra diez veces (o mucho más) el salario de cualquier trabajador corriente.
En España no sólo tenemos las normas europeas y sus transposiciones (o no según convenga) a la normativa estatal. Tenemos una Constitución que ha sido y sigue siendo violada, retorcida y modificada por leyes de rango inferior; estatutos de autonomía, normas autonómicas, normas municipales…. en lo político. En cuanto a lo corporativo, tenemos intereses corporativos que se tapan entre sí por medio de normas impuestas a los ciudadanos que vestirán como les imponga la moda o las tendencias, que se alimentarán según les interese a la industria alimentario-farmacéutica, que vivirán y se formarán según el diseño impuesto por la industria de la comunicación, leerán los bodrios impuestos por la industria editorial, comprarán coches y artilugios sometidos a la obsolescencia programada, firmarán contratos impuestos por el prestador de servicios en régimen de oligopolio, harán colas para comprar el «último» invento tecnológico, creerán en los supuestos «expertos» oficiales u oficiosos y serán incapaces de saber donde está el norte y el sur si no es con el GPS…. Una sociedad etérea, sin pulso propio, donde lo más «cool» es jugar al parchís con los colegas. Una sociedad que necesita estar tutelada, que pone cara de asombro ante cualquier fenómeno natural y se agarra a eso llamado «cambio climático» (antes «calentamiento global»… con esta gota fría encima) y precisa la «seguridad» de que todo está (o puede estar) regulado. Hasta el clima…. Un saludo.
Muy de acuerdo con O’farril, 1.984, es un libro que con su prognosis, deja de ser un libro de ficción para convertirse en un libro profético.
Escasez, oligarquía y manipulación del lenguaje. Describiendo la desaparición de la democracia, en pos de dictaduras socialistas totalitarias.
Saludos